Su capacidad pulmonar era la peor del mundo. Sus camisas Mónaco en la soga del jardín así lo certificaban: eran chiquitas y dibujaban un torso más pequeño que el de otros papás.
A pesar de ello los gritos de enojo o esa risa tentada eran dándolo todo, sin dejar resto, todo 𝑐𝑜𝑙𝑜𝑟𝑎𝑜. A veces era Pierre Nodoyuna y a veces Pulgoso, sin los autos locos. Y me hacía reir a mi.
El otro día vi una peli triste, muy. Sin embargo, arrancaba con un padre que remontaba un barrilete con su hijita. Si alguien me describiera esa escena, por siempre pensaré en mi papá. Yo no entendía las leyes de la física y que la cometa se mantuviera en el aire no era por la presión del viento sino lisa y llanamente porque él podía lograrlo.
Nadie fortaleció mi autoestima como mi viejo. El creía que yo era buena, inteligente, graciosa. Era el mejor papá desde la intención de no proponérselo, tan sólo le salía. Hacía chistes malos, rellenaba envases vacíos de golosinas para simular nuevas ofrendas y me traía de a veinte paquetes de figuritas. Cuando mi papá volvía de trabajar, era un fiesta.
En el duro proceso de aprender a andar en bici, la plaza de Munro nos recibió algunos domingos tempranito mientras él me empujaba una cuadra y yo me moría de miedo; él también temía morirse, por falta de aire, pero nunca lo demostraba. Lido Pedro no tenía límites ni con su cariño ni con su risa.
Con el tiempo yo crecí más que él y lo abracé, lo avalé en sus maldades a mi madre, y lo llevé a pasear en auto. En el final los dos estuvimos internados al mismo tiempo por motivos muy diferentes. Yo salí antes y lo fui a visitar, ofició de papá una vez más a mis 37 años preguntándome si estaba recuperada y al día siguiente supo lo que tenía que hacer.
A Edimburgo me traje el pañuelo de los caballitos que solía sacarle del cajón de su mesita de luz donde los guardaba planchaditos y prolijos, celoso de que le sacaran alguno Cuando sueño con él, siempre es alegría. Pfff… obvio.
¡Felíz cumple, viejito!
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