Sarah habla probablemente a la misma velocidad que piensa. Se cuestiona el puesto y los lujos que abandonó en Vietnam pensando en los 𝑏𝑖𝑔 𝑑𝑟𝑒𝑎𝑚𝑠 que la hicieron venir a Londres hace apenas un año.
Recién emigrados fue claro que con él no iba a funcionar, y en su Inglés americano perfecto me cuenta que sola y con su empleo actual no alcanza a pagar su renta de piso compartido -Londres es caríiisimo. Con la mirada perdida se lamenta por hacer añicos las expectativas de sus prestigiosos padres que envían dinero cada mes para ayudarla a sobrevivir. No era su idea.
Y describe sentirse en un 𝑐𝑟𝑜𝑠𝑠𝑟𝑜𝑎𝑑, ese cruce de caminos en el cual debe decidir para dónde volantear y establecerse -a más tardar- el año que viene. Como equipaje confirma llevar a rebelde, oveja negra, insegura y perdida… tendrá que hacer un gran esfuerzo para no morder banquina con el desbalance y semejante peso. Sarah aún no llora, no puede porque está atentísima a qué hacer después, a no desilusionar y a brillar como se lo propuso desde pequeña.
Yo la escucho y me despeino en su acelere, en la ola de sus temores que me revuelca. Como suele pasarme, quisiera abrazarla y que respire profundo. Al promediar la sesión la despido y acordamos realizar un test que explora rasgos de déficit de atención. Aún no sabe qué arrojarán los resultados pero me dice, ‘¿Y qué hago si tengo el síndrome?’ No puede parar de anticiparse sobre lo que aún desconoce.
La videollamada finalmente termina y me quedo en silencio pensando en mi propio crossroad: el invierno que se avecina, el Covid 2da temporada que me agarró con la guardia baja, la propuesta de la Universidad China on-site, todas las chicanas y oportunidades que la vida otorga y que hay que evaluar bienbienbien antes de volantear.
Ya son casi en punto. Mientras pide ingreso el próximo paciente tanteo cuál es mi equipaje en el asiento trasero y a qué distancia estoy de Atalaya. Con un americano cortado y dos de manteca sigo viaje. Ya se verá hacia dónde.
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