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Los sonidos del silencio

Camino con Rustu por el parque luego de la cena. Pienso en cosas que escuché esta semana, y en ese lapso vienen a mi mente tres historias.


Una paciente avanza bajo un cielo celeste y soleado al comenzar nuestra sesión. Mientras se cuestiona su vida entera en la hora de almuerzo de su jornada laboral, se sienta bajo un frondoso árbol y mira al vacío reflexionando sobre lo que ella misma ha dicho. En ese momento un buen hombre la previene que ese lugar del parque es muy peligroso y le recomienda irse de allí, motivo suficiente para que ella agradezca y se retire perdiendo el momentum de sus ideas importantes.


Otra me habla de la felicidad en su nueva casa, la que estrena junto a sus segundo trimestre de embarazo. De a dos, hacen lo que pueden con sus sueldos para tener los servicios esenciales hasta que se acomoden y se arriesgan a adquirir tv por cable y wifi porque el primer mes es bonificado. Dos semanas después, no sólo si se lo cobraron sino que aprovecharon la timidez de quien quedó a cargo de presenciar la instalación para incluír beneficios que luego impactarían en una factura completamente inesperada y que deriva en contracciones prematuras.


La última decide irse unos días de vacaciones a visitar su familia al interior del país y tiene que volver urgente porque 𝑎𝑙𝑔𝑢𝑖𝑒𝑛𝑒𝑠 decidieron quedarse con su esfuerzo y su serenidad así que se llevaron mucho más que eso de su departamento. Quisiera abrazarla.


Mientras me retumban en la cabeza sus palabras -dichas o escritas-, me despierta de adentro de ese cono una gaita. No se escucha nada más que ella en ese parque de noche y apenas iluminado. Sacudida de mi rumiar acerca de la dura realidad latinoamericana me doy cuenta que la primera vez que escuché ese instrumento por fuera del comienzo de la canción de Sumo ‘Crua-Chan’ fue al llegar en tren de Londres a Edimburgo hace muchos años ya. Y lloré de emoción.


Hoy, camino con mi perrita y somos 𝑡𝑒𝑠𝑡𝑖𝑔𝑎𝑠 de un muchacho que ensaya Flor de Escocia parado frente a la ventana Iluminada desde donde ejecuta su performance para nosotras, sin saberlo. En esa soledad no busco con la mirada más peatones que me hagan sentir acompañada, no guardo mi teléfono celosamente en la cintura bajo la camisa para que no me lo arrebaten, no ruego llegar a salvo, no temo al cuento del tío, no temo.


Hace algunos años me encontraba en la embajada Argentina en Irlanda por motivos laborales. En un inconfundible cordobés, quien me atendió me dijo: los irlandeses se parecen bastante a nosotros, pero con la diferencia de que no debemos mirar por sobre nuestros hombros a ver quien nos camina detrás. 5 años después aceleramos un proyecto familiar de dejar nuestro país porque no nos dimos vuelta a mirar quiénes caminaban detrás nuestro y casi no contamos el cuento. Entonces no fue Dublín sino Edimburgo y un whisky quien nos dio la bienvenida e invitó a quedarnos.


Cosas malas pueden suceder todo el tiempo en todos lados, no quiero sonar tan naive. Pero que en medio de la noche pueda dejarme llevar por un sonido que me envuelva y no por uno que me haga acelerar el paso, me resulta casi mágico.


Aunque añore el bandoneón.




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